Patente de corso
Algeciras, Alba Editorial, 1986
Colección Cuadernos de Al-Andalus, núm. 2
75 pp. 21 cm.
ISBN: 13: 978-84-86209-10-0
PVP: --
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Elegía
... y luego tú te fuiste entre las flores,
te fuiste, y yo no he muerto.
(Ricardo Molina)
Era un nido de fresas submarinas la tarde,
reflejo sin retorno de aquella
mansedumbre que vierte
vino en el corazón, cuando se ha consumado
el oráculo y palpan
mis pupilas la augusta soledad de los líquenes.
El tiempo ha declinado sobre mí sus gaviotas:
pesa tanto el amor cuando se arranca,
es tan lerdo el olvido cuando llueve...
Y, esta tarde,
dejo en el escritorio papeles amarillos
-cartas, algún poema-,
mientras de mi solapa vespertina
ha brotado un jardín de orfebrerías,
y escucho el mar rodando hacia el ocaso
y rozo su esqueleto de líquidas gramíneas
y, como entonces, ando,
y espero, como entonces,
en un punto de un mapa con sillas y casinos,
con agua en las aceras y con árboles lánguidos.
Esta tarde,
esta tarde...
se me enluta el silencio de los pájaros, gira
tu sombra alrededor como un triste recuerdo.
Hacía meses o siglos, y tú ya no me hablabas;
el mar pintó de gris su regazo y la herrumbre
tomó el viejo navío que hay varado en la playa,
ése que contemplé cuando trajo el otoño
un tren de aliento verde
y yo era un peregrino que buscaba posada,
un prófugo, un asceta, un náufrago entre vidrios.
Esta tarde, esta tarde... llueve en Punta Carnero;
también tus manos leves llovieron algún día
y, lleno el pecho de aspas, abrazado al crepúsculo,
musitaba tu nombre, luego acaso palmera,
mecido por la brisa fresca de los lagares.
Y esta tarde las olas suenan a despedida
y un río de esquinas negras te devora... y un río
como todos los ríos
que van a dar al mar –como se sabe-
que es peor que morir.
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´.
Piedras y Lágrimas
Sunt lacrimae rerum...
(Virgilio)
Evoco este dolor algunas veces,
cuando declina el día y un perfume
de musgos delicados, casi umbrosa,
distante perfección, mana del infinito,
y flamea la muerte, posada en las ruinas
su planta de doncella.
...................................... Sabes que has conocido
y amado: que ya nada distrae tu vista, lejos,
detrás del horizonte que algún velero cruza
o aquella torpe piedra donde el pasado habita.
Oyes tras las ventanas una llovizna incierta,
y el resplandor de un vino silente y fastuoso
arrastra los estambres, el polvo sumergido
y amarillento de este dolor antiguo y frágil.
Has tenido tu premio: llegar hasta la orilla
del llanto, la ensenada final, el desescombro
del corazón que apura su historia y sus latidos.
Estás pensando en ella: sus pies, sus senos amplios,
las rosas de un poema roto e irremediable.
Lo sabes. Y estás solo. Y te echas a la calle.
A la deriva. Y solo.
................................. Disperso por el humo,
lo sabes: no hay salida, y el paladar reseco
aún buscará una fuente en cualquier muro
o ha de beberse el llanto de las cosas que, en tromba,
desplómanse en la noche,
surcando el vuelo azul de las gaviotas.
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Ruinas de Baelo Claudia
Perenne el rumor de las gaviotas sobre los cuerpos
-tú y yo- enlazados en la soledad de esta arena,
cuya fragancia anida detrás de las palabras
que nunca pronunciamos
y son como tesoros sumergidos,
como clepsidras calmas, ignorantes acaso
de la agraz persistencia del olvido, esa sombra
que planea en silencio sobre nuestras cabezas.
Nos habíamos amado, era cierto.
Pero aquí, en Baelo Claudia,
conocimos los raudos embates de la mar,
el sortilegio de las invasiones
que, a lomos del poniente,
sembraron en la arena pavorosas preguntas,
llamadas de socorro nunca correspondidas
y aquel designio inútil
de erigir un castillo en el aire o, tan sólo,
permanecer el tiempo de un latido, el instante
preciso para hurgar
en la niebla, tal vez adivinando
las oscuras razones que escruta el corazón.
Resta, sin más, la música,
los espacios celestes, la estéril pervivencia
de ese amargo detrito que queda entre las rocas
testificando huellas fósiles en el agua,
y un día, quizá sin nombre,
aflorarán, ignotos, los restos del naufragio,
y el pecio de tus labios ha de agitarse, incólume,
en las profundidades, sigilosos y tétricos.
Nosotros, ciudadanos de un temporal de otoño,
seremos devorados por olas insaciables.
Partitura en el viento, soñarán nuestras voces
la algarabía solemne que ondea en la memoria,
y el espejismo lento de las generaciones
avistará el lejano redel de nuestros miembros:
El mar siempre retorna a sus orillas.
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De lo incierto y sus brasas
Valdepeñas, Ayuntamiento, 1989
Colección Juan Alcaide, 2ª Época, núm. 11
70 pp. 20x13 cm.
ISBN: 84-87229-00-X
PVP: --
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Estado de gracia
Surgiste de la aurora
(Albinoni, irreal, sobre la prieta luz
de plata tremolase pálidos gallardetes,
mientras por la ventana
abril desvanecía cítaras a los árboles,
y el índigo vergel de tu cuerpo tendido
rutilaba alabastros lascivos en la estancia).
Como antorcha de pétalos,
tu piel iba prendiendo la alborada, y las uvas,
racimos escarlata, del pubis, bajo palio
hacían estación entre las sábanas,
cuando yo consumaba el sacrilegio
de mirarte dormir, apenas música.
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Volver al paraíso
............................................................Así la eternidad era el minuto
..................................................................Vicente Aleixandre
Desnuda, y nada existe
en este anillo funeral que inclina
su sombra bajo el tiempo, y es tan sólo letargo
la estancia, aquella lámpara
que se apagó de pronto en la caricia
de una ciudad celeste, mientras estoy tomándote
en la complicidad helada del silencio,
y más lejos el mundo
enciende su cosmética nocturna.
..........................................................O descansa
la imperceptible púrpura de un labio
contra el cristal ilímite
de una copa vacía.
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VII
......................................................Questo giorno ch’omai cede alla sera...
..................................................................Giacomo Leopoardi
Ha caído el telón sobre la última tarde
de este junio, más largo que de costumbre.
...........................................................................A veces,
un remoto jardín brilla en el cielo, y vuelve
su espalda azul el mar, como un tímido arcángel.
Y, luego, este rumor de estarse oscureciendo
la soledad, las olas, lo poco que nos queda
después de la jornada: recuerdos y un poema
que deletrea tu nombre, posado en el silencio.
Porque es de noche, ¿sabes?, y no lo había advertido
ni supe que el reloj vagaba en la penumbra
de otra memoria, lejos, detrás de los navíos
que zarpan a esta hora, dejando sólo el signo
de la ausencia en un muelle desierto y la premura
de un pañuelo ondeando hacia el sur y el olvido.
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Náufrago de la lluvia
Alicante, Aguaclara, 1994
Colección Anaquel Poesía, núm. 35
51 pp. 21x14 cm.
ISBN: 8480180692
PVP: 7,22 €
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Demiurgo
Contempla, a cada instante, los signos de la luz.
En su penumbra el mundo fue inscribiendo
los nombres liminares
y esa palabra aún no pronunciada
que, contra la evidencia, le incita a navegar.
¿Pudo hacer otra cosa? ¿Hubo acaso
otra estrella?
No eligió campo para la batalla:
el magma, el sol, las fresas,
excavaron azules galerías por donde
fantasmas sin futuro buscaron cobijo
y, desoladamente,
como quema la vida sus cuarteles,
quedó, liviano, el humo, un cierto olor a pólvora
y confusión, en fin.
Al filo de los mapas, ordena la escritura
lugares, piezas, pecios,
en que la luz se expresa.
El resto, farsa, fábula,
materiales a salvo del viento.
O el poema.
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Origen del idioma
De todas las palabras han de pedirnos cuentas.
Pronunciadas o no, y aun impensables,
han de comparecer contra nosotros,
testigos del olvido.
De todas las palabras: sobre el barro,
sobre la luz,
sobre la noche, fueron escritas
con la tinta sagrada del silencio.
Sobre la lluvia.
También, y especialmente,
sobre esa leve lluvia en donde la aritmética
del orbe adquiere forma:
Quiere decir que hablamos de tu cuerpo y la música.
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Los mundos
Se derrama la lámpara e inventa
en la penumbra el polvo, los fantasmas,
las sombras:
sistema solar mínimo,
como si un estornudo
la potestad creadora vindicase,
y, súbito, naciera
un universo de ínfimas partículas,
a bordo de las cuales
florecen los cerezos, se desliza
la primavera y flota
la vida, su arsenal
de espadas, libros, dioses,
y esa música apenas que dicta el equilibrio
y regresa a la luz original
donde todo comienza, nuevamente, esta noche.
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Memento
Inventamos el mundo
en cada acto.
Así, vivir no era
ese transcurso pálido del tiempo
o andar en la penumbra, arrebatado
al seguro bastión de la costumbre.
Disputábamos, pues,
al orbe sus designios,
interpretando nuestras propias fábulas,
personajes acaso de leyenda,
arrancando a la noche sus arcanos
o arrojando al desván los harapos, la niebla,
la herrumbre descarnada,
que ocultaban la luz.
Poco importa que el cielo
pueda estallar mañana:
páguese el precio, en fin, si fuimos dioses
mientras duró, y probamos
la fruta, y degustamos su dulzor inefable,
y sembramos un huerto en palacio
con el árbol maldito.
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Finis gloriae mundi
Cuando la noche adviene.
Cuando sedienta cae
como un anciano ebrio que, súbito, desplómase
y, títere del vino, si de la edad, arrastra
su mísero esqueleto sobre la acera impasible.
Cuando oscura la plaza
y oscuro el mar también
y la alcoba, oscurécese
el reducto letal del corazón,
la memoria y el alma se oscurecen.
Cuando adviertes, en fin,
que no es posible el alba.
Entonces, cuando evidentemente estás solo
y no hay nadie en tu lecho, por más que el amor sueñe;
cuando, como temías,
el mundo se acostó más temprano que de costumbre;
cuando afuera la sombra del silencio se expande
y no se escucha apenas un ladrido
ni brama el oleaje
ni llueve, en fin, siquiera:
No huyas. Ten valor. Enfréntate al destino.
La historia que invocabas para ahuyentar la vida,
tampoco va a tratarte mejor.
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Epigrama
Confiabas, necio, en la posteridad,
y al juicio de la historia
legabas tus minutos. Al trueque del futuro
inmolaste el presente, renunciando
a la gozosa potestad del acto, al impagable
deleite de morir en cada gesto.
La sentencia del tiempo
no mostrara mayor benevolencia.
Mas ahora eres viejo y no es posible
reescribir el pasado ni te queda una página,
un último minuto para rectificar.
¡Qué error, así, la vida!
Aguardar hasta el fin la absolución,
en tanto te maldices tú mismo y te condenas
a morir esa muerte
que habías, sin saberlo, continuamente muerto:
Los ríos, muchas veces, son el mar.
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León, Excmo. Ayuntamiento, 1995
Colección Ciudad de León
56 pp. 15x21 cm.
ISBN: 84-87490-17-4
(agotado)
Fuiste, sin duda, la más triste fábula
de este tiempo sombrío en que regreso
a la enconada sombra de la memoria,
a los puertos sangrantes
donde fui dibujando los contornos
del mapa mudo de mi ser.
Lo nuestro, diría alguien,
fuese amor a primera vista
o, mejor, a primera sangre,
como el primer duelo.
Y es que
las cuestiones de honor, como se sabe,
son tan estériles
como las del amor.
Te consagré, no obstante, todos mis pensamientos,
mis actos y, quizá, las previsiones
de la siguiente generación de ingenuos
que seguirán laudando tu nombre.
Por si duda quedara de tal desatino,
poesía –lo dijo Bécquer- eres tú.
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La Biblioteca de Beardsley
Si cierro la ventana, si la helada penumbra
enciendo de esta estancia, el otoño,
la quejumbre amarilla de la tarde, la dulce
llovizna con que acaso
trenza su vals la luz,
quedarán a la puerta, seguirán a la puerta,
aguardando
el discurrir monótono de la eternidad,
mientras aquí desfilan
mares, islas, ensueños,
huyendo de las doce campanadas
que saltan del reloj.
Mas dónde, sin embargo, la languidez del tiempo
esconde su pañuelo. Pues la niebla,
que ya empieza a espesarse, va invadiendo
también este aposento donde el silencio huele
a pergamino y moho (sobre la mesa,
se ha desmayado un libro, frío como ese búcaro
en cuyo vientre el sol palidecía).
Yo no sé dónde suena
el clavecín del viento
ni, en otro orden de cosas, si, a lo lejos,
Elgar,
fastuosamente,
enciende los faroles del crepúsculo,
es decir,
la tristeza,
que en su carroza alada
viene a cenar conmigo como todas las tardes.
Aunque a estas alturas,
no sé si este pendón me ama o tan sólo
quiere jugar al bridge.
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Confín último
Escucho cada noche, como un rumor remoto,
las antiguas palabras. Mas, si resucitados,
también los viejos ecos irrumpen, la memoria
un río de cristal acoge en su palacio.
Nunca de mí supiera, sino que era y estaba
o, simplemente, huía, tal vez de mí o mi sombra;
cuando, súbito, encuentro
un ancestral poema:
Con púrpura, con flama, con guerreros,
soy tal vez el jinete que cabalga en cabeza.
Pasto de eternidad, aquella gloria
que expira en un renglón entre adjetivos
o guirnaldas de trapo o flores de papel,
ofrecida a los vientos.
Pesa, no el cuerpo ni la edad ni aquella
góndola que dejamos en el rincón del sueño;
pesa la historia, el lastre que nos crea,
la deuda original que nos aherroja.
Escucho cada noche cómo una voz purísima,
el muchacho tristísimo que cada tarde muere,
me invita a huir, señalando
con la mirada el mar, el mar, el mar.
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La vereda
No ha, pues, esta vereda
sino al bosque abocarnos.
Los pies no decidieron.
Fue la inercia del viento
o la sangre tal vez
o ese aroma de enebro
que se espesa en la umbría.
Quién eludir pudiera
el dictado invisible
que hacia sí nos conduce.
El orden, tal. La vida,
los trazados caminos,
la oscura luz que abre
los templos de la noche.
Percibimos acaso
la caricia en el rostro
y el dedo que señala
la trampa final.
Cuando el alba dejamos,
la senda y la mirada
esparcimos en torno,
muda su faz el mundo
-distante, aletargado-,
con el vientre lamido
por la hiedra.
¿O la luz?
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Torre del Homenaje
He ascendido a la torre.
La encontré derruida bajo el cierzo,
vigía macilento
en la soledad de este valle
que duerme, como un perro, a sus pies.
Allí, entre las almenas,
escrutando en la niebla presencias hostiles,
emplazo la mirada frente a la luz
y escruto, sigiloso, la crónica que el tiempo
ha escrito alrededor.
Todo me trae noticia del desastre:
la arenisca que el viento
va arrancando a estas piedras,
el polen diluido en el aliento cósmico,
el silencio que estrecha el asedio
como ayer las legiones cuyos héroes
han perecido ya,
tu cuerpo y el naufragio
de esta vida que acaso se derrumba
bajo el ariete de la oscuridad.
Sobrevive la torre, sin embargo,
incrustada en el valle.
Pronto seré un vestigio, me digo,
fósil tan sólo de la soledad.
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Enigma
Acaso la manera
de mirarme, más tarde.
O la música, luego,
de tus ojos cerrados.
Quizá el sigilo lento
de tus manos, después.
O el modo con que corre
tu cabello el telón.
Quién lo sabe.
Sin embargo, tu aliento,
el ascenso de tu respiración
o la palabra a medias pronunciada.
Sólo en la oscuridad
brillan los astros,
y es eso lo que vemos.
- ¿Lo invisible?
- El silencio?
¿Y tú me lo preguntas...?
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La noche calcinada
Almería, Batarro, 1966
Colección Batarro. Poesía, núm. 5
50 pp. 21 cm.
ISBN: 13: 978-84-605-4982-6
PVP: --
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Oficio nocturno
Escruta las estrellas cada noche.
Noche tras noche, busca una respuesta.
En vano,
una respuesta indaga:
Si esa luz es la luz.
Si el fuego contemplamos. O a bordo de la noche
navega nuestra vida por ignorados mares,
rumbo al abismo.
............................ Mientras, precipitan
los astros su secreto,
la impenetrable sombra que pensamos
con el rostro de Dios.
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Rumores lejanos
Siempre repite el eco esos acordes.
Apostado en la cima,
ascienden desde el valle los sonidos:
palabras, el repique
de los martillos, coches
y un lejano murmullo
que ya escuché otras veces.
En el ápice de la edad
y acaso de los tiempos,
en la cota más alta de un trayecto
que recorrimos juntos,
sigue el aire arrastrando
los antiguos lamentos
y una música oscura
que no logra acallarlos.
La sinfonía del mundo,
aunque cambien los gustos y la gente
se afane en renacer con cada arpegio,
reproduce tan sólo la tristeza
que rodea, impertérrita,
el panteón de la luz.
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Del origen
De lejos, hasta el punto
donde cierra la luz
las pupilas del mundo.
Y, en medio,
cubriendo la distancia
que hay entre el horizonte
y tu atalaya,
la vida -tu existencia,
signada, simplemente,
por todo cuanto tocas,
cuanto fue, lo improbable-,
y ese papel en blanco
que nunca escribiremos.
El espacio, qué error:
porque no hay cálculos
que al abismo resistan.
Y por ello es posible la poesía,
y por ello también
................................ la tristeza.
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Regreso a Leningrado
Durante muchos años,
que, por jóvenes, fueron los mejores,
recorrió los canales de Venecia
y, tras hacer escala en Corfú,
Bizancio o Samarkanda,
recaló en Marraquech.
....................................... Hasta que, un día,
harto quizá de imaginar salones
o mendigar prebendas a monarcas de fábula,
fue a tomar un avión.
En el largo camino hasta el aeropuerto,
esquivando mendigos y otras alegorías,
acaso despertó de su embriaguez.
Debiera algún recuerdo juvenil asaltarle,
que en la taquilla dijo: ¡A Leningrado!
Con una encantadora sonrisa americana
y acento moscovita,
le repuso una joven: Caballero,
no figura en el mapa esa ciudad.
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La cueva del lobo
Jaén, Diputación Provincial, 1996
29 pp. 17 cm.
ISBN: 978-84-89560-13-7
PVP: --
(Agotado)
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La cueva del lobo
Quien entra aquí, no sale
con vida. Dócilmente,
mientras contempla el mar o la fragancia aspira
de los montes vecinos,
va haciéndose a la idea: este lugar
es un templo remoto.
Y en vano busca dioses, liturgias, sacerdotes.
Y solicita en vano fieles, ofrendas, ritos.
Devorados acaso por la tierra,
emergen de la tierra los graves ornamentos,
ardiendo en los aljibes o estallando en las bóvedas,
en resplandor purísimo y cal viva.
Una canción asciende de los sillares, súbita;
un destello instantáneo se asienta sobre el mármol;
y, atónito, el converso
de rodillas deplora no inventar un idioma
o remover el fuego de las viejas palabras.
El miedo, en fin, atiza la vastedad del antro,
y no hay música o voz que una almadía aderece:
En las dovelas, bajo el yeso, escritas
en humo, unas estrofas
eternizan el viento, la luz o el amor.
Pero sólo la muerte reina en las catacumbas.
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Monte de los olivos
Detrás de las colinas que ha macerado el viento,
se abre paso entre el polvo y la herrumbre un camino.
Es el ferrocarril, como un río o la ruta
que rueda hacia el dolor de las lomas resecas,
los ocres horizontes que contagian al cielo
su opacidad de sombra, su transparencia muda.
Era como un torrente de lodos y cenizas,
y en él la plata ardiera, sepultada en los trenes,
en busca de la noche que descendía hasta el mar.
Íbamos en penumbra, transitando el rocío.
La luna únicamente marcaba el horizonte
y acaso un rumbo, a saltos, rebasando los límites
quién sabe si del tiempo o la desolación.
Los ojos, sin embargo, suspendido en las lágrimas,
trasplantaron el verde negror de aquella cúpula
al ajimez dorado de todos los planetas.
De su vértigo sólo queda una vaga música,
una aflicción lejana y un rastro de estaciones.
¿Calvario era su nombre? No había cruces, recuerdo:
no era el monte que llaman del olvido.
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Testamento de Ibn Marddanis
Regueros, pues, de sangre
la alcabala saldaron de mi perseverancia.
Yo, contra todos.
Amigos, enemigos, deudos o familiares,
una constelación turbada por el brillo
de mi escarcina nunca doblegada.
Racimo fue la muerte entre mis manos
y alimenté con ella los laúdes del sueño
y la estrella polar del honor.
Un pétalo o la brisa
sostuvieron el trono, la alquibla que señala
el rumbo de la certeza
y las almenas de la libertad.
Engañosos, no obstante, la victoria y sus odres,
como triste el deleite que destilan las lágrimas.
No me quedan batallas sino un páramo en sombra,
y he de cruzarlo solo, perderme, disolverme;
y ya veis, siento miedo, feroz como mi nombre.
Con él anduve a cuestas, maldición o loriga.
Me enfrenté a la unidad que asoló mis graneros.
Hice temblar al viento, yo, espiga solitaria,
y ahora el ocaso tibio me estremece y ahoga.
Mas, cuando me haya ido, rendid mis alcazabas.
Conservad cuanto os dejo y no guardéis memoria
del secreto que celan mi nombre y lo que, ardido,
fue sino soledad.
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Elogio de las tinieblas
Córdoba, Cajasur, Obra Social y Cultural, 1999
Colección Los Cuadernos de Sandua
46 pp. 15 cm
ISBN: 84-7959-281-8 / 8479592818
(agotado)
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Elegía
..........................................A mis padres.
Noviembre va dejando
una estela de sombra en mi camino,
como si todo el año,
como si todo el tiempo que aún hube vivido
volviérase de noche,
vacías sin remedio las tristes avenidas
en las que ya el invierno
planta sus pabellones.
Quizá que en este instante,
ya madura la historia y sus andenes,
la dimensión exacta del mundo es una lágrima
en la que apenas mi dolor sí cabe.
Queda detrás lo que dejamos siempre,
envuelto en celofanes de aflicción y nostalgia;
no sé, lo irrepetible,
lo irremediable acaso,
tejiendo el manto oscuro de la desolación.
Noviembre, inexpugnable,
va imponiendo su código de bruma,
y el mar me trae jirones de pecios prematuros
y la espuma, esta tarde,
pertinaz, me recuerda mi condición de náufrago.
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El sueño del caballero
Sueñas, joven amigo, con las dádivas
que te ofrece la vida.
Mas la vida
-recuérdalo- es tan sólo
esa fiebre instantánea que señala
tu presencia en el mundo,
la misma irrealidad de tu sueño.
La vida, que no el tiempo,
porque el tiempo sea acaso
todo cuanto posees,
es decir, la ilusión de estar vivo
y disponer de todo.
El ángel, sin embargo,
te señala el camino.
Tú no lo sabes, pero ya estás muerto.
De omnibus martyribus
Con los ojos vaciados, desfilan por la noche.
Son extrañas siluetas que deambulan, sonámbulas,
arrastrando cadenas, en medio del humo.
Puedo verlas, silentes, subir al autobús,
sin que sus blancas túnicas se manchen de polvo
ni los descalzos pies rocen los excrementos.
Extraviadas, las órbitas vagan por el vacío,
como huyendo de sus verdugos
(a veces, un gemido los delata, las llagas
escondidas debajo de la veste purísima).
El mundo ha amanecido lleno de estas criaturas.
Abandonan los grises soportales del alba.
Por la ciudad caminan, buscando a sus sayones,
y una lluvia de sangre empapa las aceras.
Están en todas partes: oficinas, comercios,
sosteniendo la bóveda helada del mundo.
Son materia sufriente, viva vida, conciencia.
Todos han conquistado la gloria. Su infierno.
Edad peligrosa
Cercana está la edad en que la vida,
alfombra de hojarasca, acaso barren
el cierzo o la memoria o la certeza
del inminente fin. Pues se suceden
en el reloj de arena catástrofes e insomnios,
rodando hacia la playa
donde contemplo el mar.
He aquí que de los astros, como de un rostro oscuro,
descienden secas lágrimas sobre esta aurora última
en que elevo mi mano como un roto estandarte
y doy la bienvenida a la tristeza.
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Conjunto vacío
Malaga, Centro Cultural de la Generación del 27 (Diputación Provincial de), 1999
Colección Puerta del Mar
52 p. 21x15 cm.
ISBN: 8477853010. ISBN-13: 9788477853015
PVP: 6.25 €
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Descubrimiento de la dialéctica
El dilema no estriba
en la opinión de Heráclito,
pues ni es Éfeso esta ciudad
ni el agua en que me sumo
el riachuelo de la dialéctica.
Porque aquí me he bañado otras veces
y he sentido en mis plantas la misma caricia,
identidad de un tacto de arenas intocadas,
tal vez estos lugares
que antes había abarcado.
Porque todo, en efecto, parece en su sitio,
y están allí las leves colinas azuladas
y hasta la misma niebla que entonces contemplé.
Éste es el río -aventuro-
y el agua fresquísima: Todo
parece, pues, intacto.
Mas, si el curso recorro de mi vida, percibo
que algo cambió, sin duda, en el paisaje
y que el error soy yo.
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Alba del desconsuelo
Agazapada en el helor del alba,
titila la sombra y tremola el penacho
tinto del desconsuelo.
Así enciende la aurora sus fanales,
con ese fuego griego
que arde en el mar y, fatuo,
se encarama a la inmensidad.
Nunca azul brilla el cielo, ni rosa ni violeta.
Su exánime livor traza oscuras estrías
sobre la piel vejada,
mientras se va poblando de graznidos
y el horizonte estalla de brumas y presagios.
Preso en algún escollo, vigía sobrecogido,
asisto al despertar del mundo y sus señuelos:
El parto de la noche fue tan sólo esta luz
o esta luz fue la noche que soltó sus cabellos,
así como la vida o así como la muerte,
y confusión del ojo la niebla o las palabras,
porque acaso vivimos ensayando
nuestro papel de muertos.
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Erosión
La orfandad del paisaje
certifica la huella de la muerte,
su paso
por estos hoscos valles
que ruedan hasta el mar.
Verlos así, usurpados
por la densa calígine del alba,
restituye temores ancestrales
o quizás el recuerdo
de algún claustro remoto
donde el tiempo creciera,
cuando no había cronistas
que lo testificasen.
Hoy, en cambio,
calcinados en mis pupilas,
inhóspitos erigen
sus crestas de cianuro.
Decid si por vosotros
ha pasado, pregunto.
Con un escalofrío me responde,
elocuente, la soledad.
.
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.
.
Ghost
Hoy he visto a la muerte.
Caminaba hacia mí, e iba avanzando
con el paso impasible
de los que nada tienen que perder.
Vestía unos blue-jeans y camiseta
y calzaba playeras italianas.
Tras las gafas oscuras de diseño
se adivinaban frías sus pupilas,
una pantalla acaso de ordenador leyendo
los nombres elegidos, por riguroso turno,
con esa precisión matemática
con que suelen matar las mujeres hermosas.
Iba, en fin, acercándose, y yo palidecía,
y el corazón saltaba detrás de la camisa,
presagiando el final.
Casi a mi altura,
me miró,
la miré;
no ocurrió nada.
Aquella aparición pasó despacio,
dejando tras de sí una estela de pétalos
y unas ganas terribles de morir.
.
.
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Compás de espera
Concurro puntualmente a mis deberes
y voy acostumbrándome a las citas,
porque estoy abocado a la última
y quiero hallarme allí, en el lugar exacto,
puntual y preciso, como una maquinaria
que ha sido puesta a punto
y sabe sus funciones
y barrunta prescrita su vigencia.
Porque acaso sea así
la muerte, material
y prosaica, rutina de los dioses,
que guardan su manada con ilusorio báculo,
nos ceban con el pasto de la duda metódica,
para al fin inmolarnos
en el festín celeste.
Mientras llega el momento,
pacemos orgullosos en campos de zafiro
vanidades y estrellas, truenos y camafeos,
ufanos por la gloria
que abastece, implacable, los manteles
en donde el Universo se desangra.
.
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Mar a solas
Tal vez por los caminos languidezcan
las tardes, las miradas y esas voces
que se encendían en la soledad.
Quedará su secreto vagando por los valles,
indescifrado, eterno, porque sólo
permanece el silencio, planeando
sobre la muda música del mar.
Y el mar, corola exacta ,
posado en las espaldas inmensas del vacío,
atestigua la ofrenda del tiempo calcinado
en sus crestas efímeras.
Como si nada hubiese sucedido,
sigue brillando el arabesco oscuro
de la noche en su espacio.
Prendido en el cristal de la marea,
su rostro azul la muerte perpetúa.
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Testamento y epílogo
No perseguí otra gloria
sino el conocimiento y sus catacumbas.
De la vida tomé
sólo el destello mínimo
del aura que se esconde
en la oscura maraña
de las formas o el mar.
La luz, la luz...,
He aquí mi baluarte y mi coartada.
Las palabras acaso
llegaron después.
El resplandor vestí con su nonada
y surgió así la música
que me salva del tiempo.
Ella me dio un camino
para andar por la noche
y navegar a ciegas.
De todo lo aprendido,
conservo únicamente
el prodigio de la ignorancia
y una voz recelosa
que me incita a escapar.
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Málaga, Corona del Sur, 2000
Biblioteca General Corona del Sur, núm. 39
14 pp. 18 cm.
ISBN: --
PVP: --
La vida se nos va, ya ves, como leímos
en los libros antiguos: en un soplo.
Lo supimos entonces, acuérdate, admirando
los versos de Virgilio.
También a estas alturas,
llevamos con nosotros los oscuros penates,
y su lista se expande como en una batalla.
¿De qué nos sirve -dices- lo aprendido
en los tratados de filosofía?
Pues todo lo bailado terminarán quitándonos.
No hay consuelo detrás de ese túnel,
ya lo has visto: las lágrimas,
el silencio de los corderos
y la espada asesina del ángel.
Toda una vida andando, andando, andando.
Y lo peor resulta que es llegar.
El resplandor sombrío
Salobreña, Alhulia, 2005
Colección Palabras Mayores, núm. 21
64 pp. 21x13 cm.
ISBN: 84-96083-54-3
PVP: 8.00 €
..
Descenso al Hades
Tienen también su infierno
las palabras: aquellas
que no nombran, silencian
o ignoran; las palabras
que engañan y confunden;
las que insultan y matan;
sobre todo
las que el timón del mundo
gobiernan y conducen
la nave de los hombres
al abismo y al caos y a la nada.
Tienen también
su infierno: la sombra
de cosas que no son, antisustancia,
el gemido de las generaciones
que arrastran su ceguera por la noche
mientras el cielo cierra las ventanas.
Las sábanas del mar
Málaga, Excmo. Ayuntamiento, 2005
Colección Ancha del Carmen. Poesía. Núm. 3
58 pp. 18x13 cm.
ISBN: 84-96055-25-6
PVP: --
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La casa sosegada
Hemos llegado, como de costumbre,
al abrigo secreto del hotel.
He pedido la llave. A pocos metros,
a contraluz, de espaldas, relumbra tu figura
ceñida por el mar. Sabes que, arriba,
la cómplice penumbra abre los mapas
y despliega efectivos, estrategias, la luz.
Ah, la escalera.
Por la secreta escala nos guía Juan de Yepes
-¡o era, imberbe, un botones
que vi en alguna parte?-,
disfrazados tú y yo:
no estaba sosegada nuestra casa.
Rendez-vous
Se ha llenado la tarde de trenes silenciosos.
Por la mínima senda en que los días
descienden hasta el mar, flota un rumor de óxidos
y tú agitas la mano detrás de los cristales.
Quedan allí los pétalos, temblando,
que hemos hurtado al tiempo, como láminas
de algún metal rarísimo y hermoso,
superviviente luego de tanto cataclismo.
Y allí, mientras te alejas
a bordo de las nubes, del humo, se estremecen
los árboles cansinos de la melancolía
o esas horas desiertas que señalan tu ausencia.
Vuelvo entonces la espalda hacia el vacío
en que queda tu nombre tiritando,
las calles, los caminos, las tabernas,
¿quedamos este viernes? ¿sí? ¿a qué hora?
Y el mar cubre su lecho con las últimas luces.
En torno a la elocuencia
Hablan del corazón y su abundancia
las palabras –me dicen, y derramo
sobre la mesa el libro de mi voz-.
No obstante, el diccionario,
que abro mientras apuro una cerveza,
no contiene los términos buscados,
los vocablos precisos para hablarte de amor.
Bebo, entonces, un trago y la mirada
se me clava en tus ojos, silenciosa y oscura.
Mientras voy recorriéndote,
pongo nombres a todos los rincones
que la pasión no alcanza.
Cierro el libro y te amo,
allí,
donde el silencio
no precisa otra música.
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La sombra del celindo
Jerez de la Frontera, EH Editores, 2006
Colección Hojas de bohemia, núm. 6
88 pp. 20x14 cm.
ISBN: 84-934798-6-1
PVP: 10.00 €
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Patio al amanecer
Sobre el suelo, la estatua
sin pedestal de un niño, mansamente posada,
parecía dormir, ajena al tiempo
y a la humedad que hendía su humor en las baldosas.
Potos, yedras, bejucos, una selva
de enredaderas, tibio cortinaje
sobre el mármol tupían, y el chiquillo,
yacente, mutilado, desdeñoso
de todos los objetos (la consola,
el reloj de pared, la mesa de cristal
y un perro de escayola con su ladrido mudo),
altivo sonreía.
Añoraba, tal vez, los días felices
de su infancia en Baelo, viendo llegar los barcos.
Reliquia, ahora, entre las aspidistras,
era una pieza hermosa,
el más bello ornamento de la estancia.
Su perfección antigua, ya aterida
en alguna necrópolis remota,
ponía fecha y nombre a la inmortalidad.
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Verano
Estallaba el estío, como todos los años,
con su tropel de ardientes avenidas,
olor a mies reseca
y esas largas mañanas que se iban consumiendo,
dejando atrás un rastro de añoranza
y un racimo de horas bellamente perdidas.
A veces, por la tarde,
cuando el sol escondía sus ínfulas postreras,
inauguraba luces la ciudad,
y todo –los vestidos, los bancos del paseo,
los carteles de cine y el carro del helado-
cruzaba los confines de la noche
con colores no usados y frutales bravíos.
La vida se apostaba en el quicio del tiempo,
a verse en el espejo de la quietud; y era
solamente sentarse o transcurrir
y hablar de la calor o la lluvia de estrellas,
mientras cambian los coches de marca, de figura,
y van desalojando la calle y su costumbre.
Desde aquellos veranos, nunca fuiste ya el mismo
y cambiaste de casa, de ciudad, de camisa.
También de vida, acaso.
Mas sólo la tristeza puede mirar atrás.
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De los libros prohibidos
Acaso no recuerdes su perfume,
pero olía la tinta a madreselva;
y, al mirar hacia atrás, si despejada
la calle de tu crimen se propiciara cómplice,
el corazón latía más deprisa,
sin duda presintiendo el paraíso.
Eran libros prohibidos. Lo supiste
porque tembló tu mano al hojearlos
y tus dedos sintieron
ese tacto caliente que emana de las páginas
de las obras malditas.
En aquellos estantes el mundo era un secreto,
y ante ti sus arcanos, como una rosa oscura,
abrían las corolas, te incitaban
a remontar la cuesta, la durísima,
inexpugnable cuesta del silencio y el frío.
Tomaste -¿no te acuerdas?-, con mano sudorosa,
un volumen, un libro
de versos encendidos como sólo la sangre
se enciende y se derrama y te aguija y te quema
e instiga el desacato que conduce a la gloria;
un libro, libremente,
y le diste cobijo en tu jersey.
Desiertas a esas horas las aceras,
una luz clandestina te acompañó hasta casa.
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Aria
¿Qué será de nosotros si, algún día,
se apagara la música? ¿En qué parte
del cielo o de la tierra la sombra de algún árbol
se avendrá a cobijarnos del frío, de la lluvia,
de la inmóvil certeza de la muerte?
Siga, en fin, el vinilo dando vueltas
en Piccadilly Circus,
la mística del ritmo, los poemas,
la enredadera, el humo que protege
los naipes del castillo,
mientras pasa la vida y, dulcemente,
borrachos de su vino, nos arrastra.
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La carga
En blanco y negro el cielo de esos años,
Einsestein, con su cámara,
rodase en cualquier sitio la barbarie:
una calle, una plaza, una esquina cualquiera;
sobre todo, los templos del saber
y el aroma a jazmines
que desprende, desnuda, la libertad.
De todas partes acudían rebeldes,
por todas partes se sentían consignas,
en todas partes, como una nebulosa,
la espiral de la voz que quiere ser oída,
la espiral de la mano que otra mano requiere,
la espiral del latido
que busca un corazón en que anidarse;
y allí el mapa vertía sus rosales
y era joven de pronto la mañana,
allí, en la escalinata torturada de Odessa,
una calle, una plaza,
una esquina cualquiera de la ciudad.
De todas partes emergían serpientes,
por todas partes se esparcía el veneno,
en todas partes, como un rayo oscuro,
el vergajo, la muerte,
cercenando la luz: era la policía,
allí, en la escalinata torturada de Odessa,
una mañana gris del mes de octubre
o una tarde de enero; fue tu vida,
los años que perdimos o se fueron a bordo
del viejo acorazado Potemkin.
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La sombra del celindo
(Lugares comunes)
Después de muchos años y una vida
lo suficientemente larga como
para, por, según, so, sobre, tras,
la celinda del patio dejó de dar flores,
el pozo se secó, la madreselva
era un triste muñón amarillento
y la parra, sin uvas,
apenas recordaba las veladas de estío,
entre el ir venir a la cocina
y el rumor de las jarras de vino al escanciarse.
Qué fue, qué sucedió, qué detuvo el trajín de los relojes
en un momento: nadie sabe la hora, el día
ni la estación o el año del cataclismo aquel
que abrió la puerta y se marchó en silencio,
llevándose consigo las cosas del baúl,
los muñecos de trapo y los bastones,
náufragos de otros mares.
Se presiente la vida, sin embargo,
en las pardas baldosas que no limpió la lluvia
y unos papeles sin color, que fueron
alas de la noticia y ahora ruedan,
se resbalan, abúlicos e insomnes,
por el suelo sucísimo.
.......................................Recuerdo
aquellas tardes idas, tan cálidas y lentas,
la música envolviendo
el perfume a manzana de la siesta,
los versos clandestinos
o el contrapunto alegre de las conversaciones.
Recuerdo, porque acaso
la vida a cierta edad es la memoria,
el tedio sofocante de los largos veranos,
el silencio que hervía en los arpegios
cuyas notas tan sólo yo escuchaba
y las historias de mi madre: el cura
a quien los milicianos talaron, como a un árbol,
y, antes de hacerlo arder, le taparon la boca
con las ramas caídas, o el relato
de los moros tocando a degollina
cuando entraron las tropas de Franco y por las calles
bajaban arroyadas de sangre, en cuyas ondas
navegaban, dolientes, los navíos.
Yo, pecador, ya entonces, nueve años,
letra inglesa diaria, algunas cuentas
y esas lecturas lóbregas que se quedan grabadas,
sabía que la vida era una rampa oscura
y, al final, sin remedio,
me esperaban las mismas pesadillas:
tridentes, bayonetas, montañas de cadáveres
o el pequeño inconfeso que se perdió en la noche,
sí, reverenda madre, todavía la escucho
describiendo los gritos de aquel desventurado,
el escozor hiriente de sus lágrimas
o los clavos doliendo la carne divina,
sangre de Cristo, purifícame,
agua del costado de Cristo, lávame;
y así pasan los días –ya pasaron-
y así pasan los años –transcurrieron-
y yo, desesperado, quizás, quizás, quizás,
sin ninguna certeza sino esa culpa verde
que termina en las llamas.
................................................Por fortuna,
uno se hace mayor y coge el tren
y se aleja en la noche del miedo y los pecados.
Descubre, mientras huye del temor y sus fábricas,
la santidad del cuerpo, la carne resurrecta,
los placeres del vino y los manjares,
de los libros prohibidos y el veneno
que llaman libertad.
Después de muchos años, uno vuelve
al exacto lugar del crimen. Y allí esperan
los fantasmas de entonces, más pálidos si cabe,
mientras el viento mueve la lámpara fundida
y el crepúsculo alumbra las descarnadas sombras.
Todo está igual: el patio, la celinda,
la enredadera, el pozo, los rumores, tú mismo,
y esa música extraña que te envuelve
con su melancolía.
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Epigrama
Bien sabes que los versos
no son buenos, si dicen la verdad,
pues no admite lo estricto otra medida
que la carne desnuda.
Todo es como es -¿pura experiencia?-
y no hay que darle vueltas a la noria
por si brotara el mar.
Tenlo presente, pues: puede que, un día,
también los crucifiquen
.........................................por tu causa.
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Región de los hielos perpetuos
Madrid, Vitruvio, 2008
Colección Baños del Carmen, núm. 147
68 pp. 21x13 cm.
ISBN: 978-84-96830-43-1
PVP: 12,00 €
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Peregrino del hielo
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A través de los siglos, fue olvidando
en las posadas todo su equipaje.
Fue llenándose así –porque la vida,
como al agua, a su cauce siempre vuelve-
de innecesarios bártulos: chatarra
sin valor, abalorios
que nadie trocaría en el mercado.
Quedó, en fin, solo, en medio de la noche,
con tan yermos tesoros
y siguió su camino entre los hielos.
La vida, así, se le iba desfondando,
como si, cercenado, el universo
dejara caer los astros a un sumidero oscuro
y allí la luz siquiera iluminase
ese dolor que azuza sus mastines
hacia donde la carne, la sangre, las lágrimas,
alacranes heridos, se suicidan.
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Profecías
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Nos burlábamos de los cuadros.
Las antiguas estampas, con su horror amarillo,
suscitaban sacrílegas sonrisas,
comentarios blasfemos,
e incitaban y a la impiedad.
Aquellas llamaradas, que ardían, incombustibles,
no asustaban a nadie: Yugoslavia,
Vietnam, Camboya, el Congo,
eso sí era el infierno.
Así, nos regalamos en la gracia
de la fortuna cómplice, elevando
los cimientos del Paraíso,
un reino de este mundo,
donde medía el mercado la bondad de las cosas
y el valor de los hombres.
Ahora ardemos de frío
y morimos borrachos de tristeza,
cautivos de los signos y esclavos de las cifras.
El mundo, mientras tanto,
ha teñido sus bucles de amarillo y el fuego
ha incendiado las burlas, destapando
la evidencia del porvenir.
Tarde o temprano -así lo convenimos-,
los augurios acaban por cumplirse.
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Summa
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A veces,
todavía,
quizá nunca.
Así nos deslizamos sobre el hielo,
sin sospechar la causa
ni imaginar
....................el fin.
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Sobre el arte poética
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Escribir un poema
ya no tiene importancia.
Tal vez nunca la tuvo: las palabras
se las lleva, como es sabido, el viento,
y el tiempo, algo más tarde,
por no hacer mudanza en su costumbre,
pone el punto final;
...................................en cualquier caso,
cuando quita la muerte su antifaz de la cara
y muestra de la vida
el rostro verdadero,
adquirimos la incómoda certeza
de haberse todo consumado.
...................................................Entonces
se nos antoja absurdo componer algún gesto
para la galería o los fotógrafos.
Menos aún, articular palabra.
Y, aún menos, escribirla.
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Idilio
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La soledad
....................me ha visitado hoy.
Sentada en el sillón, conversaba en voz baja,
que en la calle hacía frío, que los precios
subían, incesantes, que si has visto
la última película de Alejandro Amenábar,
que cómo sigue Cádiz tras la huelga, esas cosas
con que se mata el tiempo y los fantasmas,
dejando que la niebla del cigarro, larguísimo,
volase por la estancia, como un ave invisible.
Por no perder el tiempo ni acaso la costumbre,
le hice proposiciones deshonestas,
que te acuestes conmigo, que hagamos el amor,
para vencer el ocio y combatir el tedio.
Por el mismo motivo, esbozó una sonrisa,
cogió el bolso y los guantes,
dijo adiós y se fue calle arriba.
Me quedé como estaba, con mi silencio a solas,
recordando la letra de un bolero. A lo lejos,
siempre hay alguien que canta en estos casos.
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Retrato de heterónimo
Rute, Ánfora Nova, 2008
Colección Ánfora Nova, núm. 33
64 pp. 20x13 cm.
ISBN: 978-84-88617-59-0
PVP: 10 €
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La reina de la noche
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En la noche, que nadie me veía,
bajé las escaleras –por llevar la contraria-.
descendí a los infiernos
-sin ser el tercer día ni anunciarlo el profeta-
y, después de un paseo en la yamaha
-siempre tuve pasión por los juguetes caros-,
te sorprendí en un bar, dando caña a unas copas
y exhibiendo tus muslos en aquel guggenheim.
Qué iba a hacer,
qué podía decirte,
hombre de edad mediana y excedido
de peso y pesadumbre... Te comprendo.
Al fin y al cabo, uno
sale también en noches como ésta
a buscarse el calor de alguna cama
y embriagarse de ron y juventud.
Por mucho que me duela, no puedo reprocharte
tu liviandad -¡palabra tan antigua!-,
tu falta de memoria -¿no te acuerdas?
Poesía desnuda, mía para siempre-.
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Old-fashioned
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Se van haciendo viejas mis palabras.
Las mías, por supuesto, las que he utilizado
para nombrar las cosas que me acercaba el día,
decir amor o declarar tristeza
y pintarme la vida transparente,
con el color del aire.
Y no es que peinen canas, como las que yo tengo,
ni acudan como un perro a consolarme
si estoy en casa solo y los presagios
anuncian tempestad en los periódicos
y el sol cada mañana madruga más cansado.
Sucede, simplemente, que no suenan lo mismo,
que han cambiado de música y andan por las aceras
bebiendo el licor agrio de otra vida, otros modos,
tal vez otras muchachas que ríen cuando paso
y me tildan de cursi si les leo un poema.
La verdad, me dan ganas de darles matarile
o meter en sus venas algo para que flipen,
vestirlas de colores, ponerles algún piercing,
dejarlas enseñar por la calle el ombligo,
adobarles el pelo con gomina y espuma,
comprarles abalorios, algún CD pirata,
entrenarlas jugando con la videoconsola
y afilarlas, en fin, para que digan tacos
y se coman bocatas con las últimas sílabas,
qué sé yo, renovarlas –rinovarsi o perire-,
antes de que la historia nos deporte a Babel.
Pero no: he decidido dejarlas como estaban.
Que envejezcan conmigo y que conmigo mueran.
Ellas me abrieron puertas y allí estaba desnuda
la poesía, abatieron los muros del amor
y lloraron conmigo y conmigo rieron
y son voz de mi sangre y la herencia que os doy.
Me las quedo. Con ellas tengo un pacto suscrito:
el día en que me vaya, habrán de hablar por mí.
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Strip-tease
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Yo no soy yo,
soy sólo un heterónimo;
alguien al que he prestado mi piel y mis palabras,
a cambio –ése es el trato-
de un nombre y unos pliegos
intactos, donde pueda
inventarme una historia.
Vaya a la papelera
mi identidad, aquella que rubrican
carnet y pasaporte, títulos académicos,
tarjetas crediticias, pólizas de seguro,
secuencias de ADN y huellas digitales:
soy el que soy –lo digo sin soberbia-;
necesito un pasado de diseño, otro rostro
tan falso como el mío.
Busco un especialista en cirujía
plástica, que me haga
un avatar, no más el maquillaje
que me aleje de mí.
No os extrañe tan simple extravagancia:
Veréis, he decidido
emprender un viaje a la locura.
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Fausto, mon amour
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Para bailar conmigo
el tango de la eterna juventud,
yo te vendí la entrada
y tú, que ibas de listo,
un pagaré me diste con tu alma
para saldar la deuda.
Creíste que con eso
(largo me lo fiáis, dijo alguien)
acabaría haciéndote un descuento,
sin advertir que el tiempo con su paso
envilece las almas y deprecia,
aun jóvenes, los cuerpos más hermosos.
Ya lo ves, no es preciso
esperar a la muerte para cumplir el pacto.
Día a día, te cobras la factura tú mismo
y en la demora pagas,
con usura, tu infierno.
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Contemplación
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Imperceptible, cae
una lluvia dulcísima. En las calles
la gente se apresura. Están sonando
las campanadas de un reloj. ¿La hora?
No sé, fueron cayendo,
una a una, despacio, y como buques
de papel navegaron hasta la alcantarilla.
Tras la ventana, veo
perderse su sonido entre las olas,
al otro lado del cristal. La noche
espesa la cortina de humo que me envuelve
y apenas reconozco, frente a mí, la figura
del hombre que se mira en el espejo:
no soy yo, no son éstas mis manos ni mi frente
peina, ya rala, unos mechones blancos.
Siguen rodando los pequeños buques
por el cieno sucísimo y oscuro.
Estoy solo. La vida es esa calle
por donde van al mar las horas muertas.
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Oración del desesperado
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Apóstate, Señor, en la esquina más próxima
y asáltame en la noche, mientras duerme
la ciudad y, borracho, yo regreso a mi casa.
Que no tiemble tu mano
al asestar el golpe. Sé limpio,
pues no cabe mayor piedad que un tajo
profesional, certero, fulminante,
sin dar opción al tiempo y sus ardides.
Date, luego, a la fuga
y deja que mi alma muera también conmigo.
La eternidad es tuya: llévate mi cartera
y arroja a la basura mi carné, los papeles,
demasiado profanos y, desde luego, inútiles;
también y, sobre todo, mis poemas, los libros
que escribí. La tristeza,
quédatela, Señor, véndela al peso:
ella es la suma exacta de mi vida.
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Matemos la música
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Esta mañana,
arrojé por la borda del dormitorio
mi viejo receptor, una Marconi,
que todavía viajaba por el aire,
trayéndome los ecos de las tierras vecinas
y esa lista de éxitos, tan larga,
las piernas de mi novia Popotitos,
el quicio de la mancebía,
aquí Radio Andorra..
Luego hice otro tanto
con mi fiel tocadiscos y, uno a uno,
tiré aquellos vinilos que guardaban
la historia de mi vida,
ya saben, Elvis Presley,
los Beatles, Janis Joplin,
Beach Boys, el Dúo Dinámico;
e inmolé, acto seguido,
mis modernos CDs.
No me sirve la música, no caben
sus arpegios en mi melancolía,
el pozo oscuro de mi decepción.
En su lugar, el ruido de las hormigoneras,
las fusas y corcheas del martillo neumático,
los aullidos del broker que proclama
la subida del dólar y el índice Nikei.
Cuando llegue la noche,
el silencio imposible sellará la tristeza
de este mundo que calla su fracaso
mientras la muerte aúlla en los televisores.
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Retrato de heterónimo
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Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,
y la más innoble
que es amarse a sí mismo!
Jaime Gil de Biedma
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No soy aquel ni ése ni yo mismo.
No tengo voz ni voto ni palabra.
Nadie me ha dado vela en este entierro.
No canto. No cuento. No existo.
Sé de mí lo usual, tan poca cosa
que se reduce a un apellido, un nombre,
y tampoco son míos; ni siquiera
la edad que me atribuyen, los años no vividos,
las historias que encierro en cuatro versos
como cuatro paredes. Ni mi firma.
Qué hago aquí, me pregunto y eso es cierto,
usurpando una luz que no es la mía,
colgado de una hembra que tiene quien la quiera
y prefiere a otro tú, a otro yo-lírico,
sombrío, taciturno, fracasado;
un hombre tan real, que suda y sangra
cada vez que el arcángel le invita a echar un trago.
Ni siquiera me queda la coartada romántica
de forjar en mi fragua la hoja del cuchillo
que he de blandir quizás para matarme,
a falta de una espada que me lleve a la gloria.
En fin, soy un okupa de la mansión que habito.
No tengo nombradía ni estilo, soy un eco
de mí mismo, sin honra ni fortuna,
sin currículum vitae, sin papeles.
Soy un triste no ser, venido a menos.
He entrado en el Parnaso por la puerta trasera.
En el coro de Apolo voy de simple corista,
una puta barata que, a veces, se desnuda
y, a veces, bebe el güisqui podrido del alterne.
Nada os debo, es verdad –ya lo dijo el poeta-;
para el pan que me como, con usura lo pago:
un escaño en el cielo se reserva a quien sufre
y, aunque no creo en Dios, le reprocho mi suerte.
Y para qué seguir. Se acabó la película.
No soy más que un poetastro, condenado al olvido.
En los libros de texto no ocuparé una línea.
Mi futuro es la tierra de una fosa común.
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