La cueva del lobo
Jaén, Diputación Provincial, 1996
29 pp. 17 cm.
ISBN: 978-84-89560-13-7
PVP: --
(Agotado)

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La cueva del lobo


Quien entra aquí, no sale
con vida. Dócilmente,
mientras contempla el mar o la fragancia aspira
de los montes vecinos,
va haciéndose a la idea: este lugar
es un templo remoto.
Y en vano busca dioses, liturgias, sacerdotes.
Y solicita en vano fieles, ofrendas, ritos.
Devorados acaso por la tierra,
emergen de la tierra los graves ornamentos,
ardiendo en los aljibes o estallando en las bóvedas,
en resplandor purísimo y cal viva.
Una canción asciende de los sillares, súbita;
un destello instantáneo se asienta sobre el mármol;
y, atónito, el converso
de rodillas deplora no inventar un idioma
o remover el fuego de las viejas palabras.
El miedo, en fin, atiza la vastedad del antro,
y no hay música o voz que una almadía aderece:
En las dovelas, bajo el yeso, escritas
en humo, unas estrofas
eternizan el viento, la luz o el amor.
Pero sólo la muerte reina en las catacumbas.
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Monte de los olivos


Detrás de las colinas que ha macerado el viento,
se abre paso entre el polvo y la herrumbre un camino.
Es el ferrocarril, como un río o la ruta
que rueda hacia el dolor de las lomas resecas,
los ocres horizontes que contagian al cielo
su opacidad de sombra, su transparencia muda.
Era como un torrente de lodos y cenizas,
y en él la plata ardiera, sepultada en los trenes,
en busca de la noche que descendía hasta el mar.
Íbamos en penumbra, transitando el rocío.
La luna únicamente marcaba el horizonte
y acaso un rumbo, a saltos, rebasando los límites
quién sabe si del tiempo o la desolación.
Los ojos, sin embargo, suspendido en las lágrimas,
trasplantaron el verde negror de aquella cúpula
al ajimez dorado de todos los planetas.
De su vértigo sólo queda una vaga música,
una aflicción lejana y un rastro de estaciones.
¿Calvario era su nombre? No había cruces, recuerdo:
no era el monte que llaman del olvido.
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Testamento de Ibn Marddanis


Regueros, pues, de sangre
la alcabala saldaron de mi perseverancia.

Yo, contra todos.
Amigos, enemigos, deudos o familiares,
una constelación turbada por el brillo
de mi escarcina nunca doblegada.

Racimo fue la muerte entre mis manos
y alimenté con ella los laúdes del sueño
y la estrella polar del honor.
Un pétalo o la brisa
sostuvieron el trono, la alquibla que señala
el rumbo de la certeza
y las almenas de la libertad.

Engañosos, no obstante, la victoria y sus odres,
como triste el deleite que destilan las lágrimas.

No me quedan batallas sino un páramo en sombra,
y he de cruzarlo solo, perderme, disolverme;
y ya veis, siento miedo, feroz como mi nombre.

Con él anduve a cuestas, maldición o loriga.
Me enfrenté a la unidad que asoló mis graneros.
Hice temblar al viento, yo, espiga solitaria,
y ahora el ocaso tibio me estremece y ahoga.

Mas, cuando me haya ido, rendid mis alcazabas.
Conservad cuanto os dejo y no guardéis memoria
del secreto que celan mi nombre y lo que, ardido,
fue sino soledad.

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