La sombra del celindo
Jerez de la Frontera, EH Editores, 2006
Colección Hojas de bohemia, núm. 6
88 pp. 20x14 cm.
ISBN: 84-934798-6-1
PVP: 10.00 €
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Patio al amanecer


Sobre el suelo, la estatua
sin pedestal de un niño, mansamente posada,
parecía dormir, ajena al tiempo
y a la humedad que hendía su humor en las baldosas.
Potos, yedras, bejucos, una selva
de enredaderas, tibio cortinaje
sobre el mármol tupían, y el chiquillo,
yacente, mutilado, desdeñoso
de todos los objetos (la consola,
el reloj de pared, la mesa de cristal
y un perro de escayola con su ladrido mudo),
altivo sonreía.
Añoraba, tal vez, los días felices
de su infancia en Baelo, viendo llegar los barcos.
Reliquia, ahora, entre las aspidistras,
era una pieza hermosa,
el más bello ornamento de la estancia.

Su perfección antigua, ya aterida
en alguna necrópolis remota,
ponía fecha y nombre a la inmortalidad.
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Verano


Estallaba el estío, como todos los años,
con su tropel de ardientes avenidas,
olor a mies reseca
y esas largas mañanas que se iban consumiendo,
dejando atrás un rastro de añoranza
y un racimo de horas bellamente perdidas.

A veces, por la tarde,
cuando el sol escondía sus ínfulas postreras,
inauguraba luces la ciudad,
y todo –los vestidos, los bancos del paseo,
los carteles de cine y el carro del helado-
cruzaba los confines de la noche
con colores no usados y frutales bravíos.

La vida se apostaba en el quicio del tiempo,
a verse en el espejo de la quietud; y era
solamente sentarse o transcurrir
y hablar de la calor o la lluvia de estrellas,
mientras cambian los coches de marca, de figura,
y van desalojando la calle y su costumbre.

Desde aquellos veranos, nunca fuiste ya el mismo
y cambiaste de casa, de ciudad, de camisa.
También de vida, acaso.
Mas sólo la tristeza puede mirar atrás.
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De los libros prohibidos


Acaso no recuerdes su perfume,
pero olía la tinta a madreselva;
y, al mirar hacia atrás, si despejada
la calle de tu crimen se propiciara cómplice,
el corazón latía más deprisa,
sin duda presintiendo el paraíso.

Eran libros prohibidos. Lo supiste
porque tembló tu mano al hojearlos
y tus dedos sintieron
ese tacto caliente que emana de las páginas
de las obras malditas.

En aquellos estantes el mundo era un secreto,
y ante ti sus arcanos, como una rosa oscura,
abrían las corolas, te incitaban
a remontar la cuesta, la durísima,
inexpugnable cuesta del silencio y el frío.

Tomaste -¿no te acuerdas?-, con mano sudorosa,
un volumen, un libro
de versos encendidos como sólo la sangre
se enciende y se derrama y te aguija y te quema
e instiga el desacato que conduce a la gloria;
un libro, libremente,
y le diste cobijo en tu jersey.

Desiertas a esas horas las aceras,
una luz clandestina te acompañó hasta casa.
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Aria


¿Qué será de nosotros si, algún día,
se apagara la música? ¿En qué parte
del cielo o de la tierra la sombra de algún árbol
se avendrá a cobijarnos del frío, de la lluvia,
de la inmóvil certeza de la muerte?
Siga, en fin, el vinilo dando vueltas
en Piccadilly Circus,
la mística del ritmo, los poemas,
la enredadera, el humo que protege
los naipes del castillo,
mientras pasa la vida y, dulcemente,
borrachos de su vino, nos arrastra.
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La carga


En blanco y negro el cielo de esos años,
Einsestein, con su cámara,
rodase en cualquier sitio la barbarie:
una calle, una plaza, una esquina cualquiera;
sobre todo, los templos del saber
y el aroma a jazmines
que desprende, desnuda, la libertad.

De todas partes acudían rebeldes,
por todas partes se sentían consignas,
en todas partes, como una nebulosa,
la espiral de la voz que quiere ser oída,
la espiral de la mano que otra mano requiere,
la espiral del latido
que busca un corazón en que anidarse;
y allí el mapa vertía sus rosales
y era joven de pronto la mañana,
allí, en la escalinata torturada de Odessa,
una calle, una plaza,
una esquina cualquiera de la ciudad.

De todas partes emergían serpientes,
por todas partes se esparcía el veneno,
en todas partes, como un rayo oscuro,
el vergajo, la muerte,
cercenando la luz: era la policía,
allí, en la escalinata torturada de Odessa,
una mañana gris del mes de octubre
o una tarde de enero; fue tu vida,
los años que perdimos o se fueron a bordo
del viejo acorazado Potemkin.
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La sombra del celindo
(Lugares comunes)


Después de muchos años y una vida
lo suficientemente larga como
para, por, según, so, sobre, tras,
la celinda del patio dejó de dar flores,
el pozo se secó, la madreselva
era un triste muñón amarillento
y la parra, sin uvas,
apenas recordaba las veladas de estío,
entre el ir venir a la cocina
y el rumor de las jarras de vino al escanciarse.

Qué fue, qué sucedió, qué detuvo el trajín de los relojes
en un momento: nadie sabe la hora, el día
ni la estación o el año del cataclismo aquel
que abrió la puerta y se marchó en silencio,
llevándose consigo las cosas del baúl,
los muñecos de trapo y los bastones,
náufragos de otros mares.

Se presiente la vida, sin embargo,
en las pardas baldosas que no limpió la lluvia
y unos papeles sin color, que fueron
alas de la noticia y ahora ruedan,
se resbalan, abúlicos e insomnes,
por el suelo sucísimo.

.......................................Recuerdo
aquellas tardes idas, tan cálidas y lentas,
la música envolviendo
el perfume a manzana de la siesta,
los versos clandestinos
o el contrapunto alegre de las conversaciones.

Recuerdo, porque acaso
la vida a cierta edad es la memoria,
el tedio sofocante de los largos veranos,
el silencio que hervía en los arpegios
cuyas notas tan sólo yo escuchaba
y las historias de mi madre: el cura
a quien los milicianos talaron, como a un árbol,
y, antes de hacerlo arder, le taparon la boca
con las ramas caídas, o el relato
de los moros tocando a degollina
cuando entraron las tropas de Franco y por las calles
bajaban arroyadas de sangre, en cuyas ondas
navegaban, dolientes, los navíos.

Yo, pecador, ya entonces, nueve años,
letra inglesa diaria, algunas cuentas
y esas lecturas lóbregas que se quedan grabadas,
sabía que la vida era una rampa oscura
y, al final, sin remedio,
me esperaban las mismas pesadillas:
tridentes, bayonetas, montañas de cadáveres
o el pequeño inconfeso que se perdió en la noche,
sí, reverenda madre, todavía la escucho
describiendo los gritos de aquel desventurado,
el escozor hiriente de sus lágrimas
o los clavos doliendo la carne divina,
sangre de Cristo, purifícame,
agua del costado de Cristo, lávame;
y así pasan los días –ya pasaron-
y así pasan los años –transcurrieron-
y yo, desesperado, quizás, quizás, quizás,
sin ninguna certeza sino esa culpa verde
que termina en las llamas.

................................................Por fortuna,
uno se hace mayor y coge el tren
y se aleja en la noche del miedo y los pecados.
Descubre, mientras huye del temor y sus fábricas,
la santidad del cuerpo, la carne resurrecta,
los placeres del vino y los manjares,
de los libros prohibidos y el veneno
que llaman libertad.

Después de muchos años, uno vuelve
al exacto lugar del crimen. Y allí esperan
los fantasmas de entonces, más pálidos si cabe,
mientras el viento mueve la lámpara fundida
y el crepúsculo alumbra las descarnadas sombras.
Todo está igual: el patio, la celinda,
la enredadera, el pozo, los rumores, tú mismo,
y esa música extraña que te envuelve
con su melancolía.
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Epigrama


Bien sabes que los versos
no son buenos, si dicen la verdad,
pues no admite lo estricto otra medida
que la carne desnuda.

Todo es como es -¿pura experiencia?-
y no hay que darle vueltas a la noria
por si brotara el mar.

Tenlo presente, pues: puede que, un día,
también los crucifiquen
.........................................por tu causa.

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