Manual de afligidos
León, Excmo. Ayuntamiento, 1995
Colección Ciudad de León
56 pp. 15x21 cm.
ISBN: 84-87490-17-4
(agotado)
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Vals de otoño


Fuiste, sin duda, la más triste fábula
de este tiempo sombrío en que regreso
a la enconada sombra de la memoria,
a los puertos sangrantes
donde fui dibujando los contornos
del mapa mudo de mi ser.

Lo nuestro, diría alguien,
fuese amor a primera vista
o, mejor, a primera sangre,
como el primer duelo.

Y es que
las cuestiones de honor, como se sabe,
son tan estériles
como las del amor.

Te consagré, no obstante, todos mis pensamientos,
mis actos y, quizá, las previsiones
de la siguiente generación de ingenuos
que seguirán laudando tu nombre.

Por si duda quedara de tal desatino,
poesía –lo dijo Bécquer- eres tú.
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La Biblioteca de Beardsley


Si cierro la ventana, si la helada penumbra
enciendo de esta estancia, el otoño,
la quejumbre amarilla de la tarde, la dulce
llovizna con que acaso
trenza su vals la luz,
quedarán a la puerta, seguirán a la puerta,
aguardando
el discurrir monótono de la eternidad,
mientras aquí desfilan
mares, islas, ensueños,
huyendo de las doce campanadas
que saltan del reloj.

Mas dónde, sin embargo, la languidez del tiempo
esconde su pañuelo. Pues la niebla,
que ya empieza a espesarse, va invadiendo
también este aposento donde el silencio huele
a pergamino y moho (sobre la mesa,
se ha desmayado un libro, frío como ese búcaro
en cuyo vientre el sol palidecía).

Yo no sé dónde suena
el clavecín del viento
ni, en otro orden de cosas, si, a lo lejos,
Elgar,
fastuosamente,
enciende los faroles del crepúsculo,
es decir,
la tristeza,
que en su carroza alada
viene a cenar conmigo como todas las tardes.

Aunque a estas alturas,
no sé si este pendón me ama o tan sólo
quiere jugar al bridge.
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Confín último


Escucho cada noche, como un rumor remoto,
las antiguas palabras. Mas, si resucitados,
también los viejos ecos irrumpen, la memoria
un río de cristal acoge en su palacio.

Nunca de mí supiera, sino que era y estaba
o, simplemente, huía, tal vez de mí o mi sombra;
cuando, súbito, encuentro
un ancestral poema:
Con púrpura, con flama, con guerreros,
soy tal vez el jinete que cabalga en cabeza.
Pasto de eternidad, aquella gloria
que expira en un renglón entre adjetivos
o guirnaldas de trapo o flores de papel,
ofrecida a los vientos.

Pesa, no el cuerpo ni la edad ni aquella
góndola que dejamos en el rincón del sueño;
pesa la historia, el lastre que nos crea,
la deuda original que nos aherroja.

Escucho cada noche cómo una voz purísima,
el muchacho tristísimo que cada tarde muere,
me invita a huir, señalando
con la mirada el mar, el mar, el mar.
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La vereda


No ha, pues, esta vereda
sino al bosque abocarnos.

Los pies no decidieron.
Fue la inercia del viento
o la sangre tal vez
o ese aroma de enebro
que se espesa en la umbría.

Quién eludir pudiera
el dictado invisible
que hacia sí nos conduce.

El orden, tal. La vida,
los trazados caminos,
la oscura luz que abre
los templos de la noche.

Percibimos acaso
la caricia en el rostro
y el dedo que señala
la trampa final.

Cuando el alba dejamos,
la senda y la mirada
esparcimos en torno,
muda su faz el mundo
-distante, aletargado-,
con el vientre lamido
por la hiedra.
¿O la luz?
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Torre del Homenaje


He ascendido a la torre.
La encontré derruida bajo el cierzo,
vigía macilento
en la soledad de este valle
que duerme, como un perro, a sus pies.

Allí, entre las almenas,
escrutando en la niebla presencias hostiles,
emplazo la mirada frente a la luz
y escruto, sigiloso, la crónica que el tiempo
ha escrito alrededor.

Todo me trae noticia del desastre:
la arenisca que el viento
va arrancando a estas piedras,
el polen diluido en el aliento cósmico,
el silencio que estrecha el asedio
como ayer las legiones cuyos héroes
han perecido ya,
tu cuerpo y el naufragio
de esta vida que acaso se derrumba
bajo el ariete de la oscuridad.

Sobrevive la torre, sin embargo,
incrustada en el valle.
Pronto seré un vestigio, me digo,
fósil tan sólo de la soledad.
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Enigma


Acaso la manera
de mirarme, más tarde.
O la música, luego,
de tus ojos cerrados.
Quizá el sigilo lento
de tus manos, después.
O el modo con que corre
tu cabello el telón.

Quién lo sabe.

Sin embargo, tu aliento,
el ascenso de tu respiración
o la palabra a medias pronunciada.

Sólo en la oscuridad
brillan los astros,
y es eso lo que vemos.

- ¿Lo invisible?
- El silencio?
¿Y tú me lo preguntas...?
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