Náufrago de la lluvia
Alicante, Aguaclara, 1994
Colección Anaquel Poesía, núm. 35
51 pp. 21x14 cm.
ISBN: 8480180692
PVP: 7,22

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Demiurgo


Contempla, a cada instante, los signos de la luz.
En su penumbra el mundo fue inscribiendo
los nombres liminares
y esa palabra aún no pronunciada
que, contra la evidencia, le incita a navegar.
¿Pudo hacer otra cosa? ¿Hubo acaso
otra estrella?
No eligió campo para la batalla:
el magma, el sol, las fresas,
excavaron azules galerías por donde
fantasmas sin futuro buscaron cobijo
y, desoladamente,
como quema la vida sus cuarteles,
quedó, liviano, el humo, un cierto olor a pólvora
y confusión, en fin.

Al filo de los mapas, ordena la escritura
lugares, piezas, pecios,
en que la luz se expresa.
El resto, farsa, fábula,
materiales a salvo del viento.
O el poema.
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Origen del idioma


De todas las palabras han de pedirnos cuentas.
Pronunciadas o no, y aun impensables,
han de comparecer contra nosotros,
testigos del olvido.
De todas las palabras: sobre el barro,
sobre la luz,
sobre la noche, fueron escritas
con la tinta sagrada del silencio.
Sobre la lluvia.
También, y especialmente,
sobre esa leve lluvia en donde la aritmética
del orbe adquiere forma:
Quiere decir que hablamos de tu cuerpo y la música.
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Los mundos


Se derrama la lámpara e inventa
en la penumbra el polvo, los fantasmas,
las sombras:
sistema solar mínimo,
como si un estornudo
la potestad creadora vindicase,
y, súbito, naciera
un universo de ínfimas partículas,
a bordo de las cuales
florecen los cerezos, se desliza
la primavera y flota
la vida, su arsenal
de espadas, libros, dioses,
y esa música apenas que dicta el equilibrio
y regresa a la luz original
donde todo comienza, nuevamente, esta noche.
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Memento


Inventamos el mundo
en cada acto.
Así, vivir no era
ese transcurso pálido del tiempo
o andar en la penumbra, arrebatado
al seguro bastión de la costumbre.

Disputábamos, pues,
al orbe sus designios,
interpretando nuestras propias fábulas,
personajes acaso de leyenda,
arrancando a la noche sus arcanos
o arrojando al desván los harapos, la niebla,
la herrumbre descarnada,
que ocultaban la luz.

Poco importa que el cielo
pueda estallar mañana:
páguese el precio, en fin, si fuimos dioses
mientras duró, y probamos
la fruta, y degustamos su dulzor inefable,
y sembramos un huerto en palacio
con el árbol maldito.
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Finis gloriae mundi


Cuando la noche adviene.
Cuando sedienta cae
como un anciano ebrio que, súbito, desplómase
y, títere del vino, si de la edad, arrastra
su mísero esqueleto sobre la acera impasible.
Cuando oscura la plaza
y oscuro el mar también
y la alcoba, oscurécese
el reducto letal del corazón,
la memoria y el alma se oscurecen.
Cuando adviertes, en fin,
que no es posible el alba.

Entonces, cuando evidentemente estás solo
y no hay nadie en tu lecho, por más que el amor sueñe;
cuando, como temías,
el mundo se acostó más temprano que de costumbre;
cuando afuera la sombra del silencio se expande
y no se escucha apenas un ladrido
ni brama el oleaje
ni llueve, en fin, siquiera:

No huyas. Ten valor. Enfréntate al destino.
La historia que invocabas para ahuyentar la vida,
tampoco va a tratarte mejor.
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Epigrama


Confiabas, necio, en la posteridad,
y al juicio de la historia
legabas tus minutos. Al trueque del futuro
inmolaste el presente, renunciando
a la gozosa potestad del acto, al impagable
deleite de morir en cada gesto.
La sentencia del tiempo
no mostrara mayor benevolencia.
Mas ahora eres viejo y no es posible
reescribir el pasado ni te queda una página,
un último minuto para rectificar.
¡Qué error, así, la vida!
Aguardar hasta el fin la absolución,
en tanto te maldices tú mismo y te condenas
a morir esa muerte
que habías, sin saberlo, continuamente muerto:
Los ríos, muchas veces, son el mar.
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